martes, 27 de marzo de 2012

Escritura joven

Como estudiante de bachillerato, y más adelante en la universidad, estuve encerrado en un salón por horas frente a profesores poco hábiles para mantener la atención de sus estudiantes. En esas clases había compañeros que fingían poner cuidado, otros suertudos estaban al lado de la ventana y podían mirar al cielo o la gente pasar, pero yo estaba en el grupo de los sentados en el medio del salón. En mi lugar no había peligro de que me descubrieran distraído, pues los al frente me tapaban. Sobre la mesa tenía esfero y cuaderno. Eran los únicos instrumentos disponibles para matar el tiempo si no quería terminar de dañarme las uñas mordiéndolas. Primero comenzaba a garabatear en las últimas páginas haciendo figuritas tribales. Trazaba líneas que se deslizaban hasta el borde de la hoja. Me inventaba ojos con pestañas exageradas y caras con bocas deformes. Pero igual, seguía aburrido. La página terminaba llena de formas eclécticas tan desagradables como las que se encuentran en las puertas de los baños públicos. La clase avanzaba, el tedio se mantenía y yo volteaba las páginas de atrás hacia adelante. Frente a una nueva hoja en blanco me atreví a escribir un “poema”. Exploré buscando rimas y contando sílabas. Tuve una revelación al ver que “calma” rimaba con “alma” y forcé el sentido a que encajaran en una frase medianamente coherente. Al final del año resultaba con hojas más llenas de letras, y no por tomar apuntes, que con los garabatos de los primeros momentos.

Al final de la adolescencia yo estaba lleno de inquietudes existenciales que manifestaba en aquellos poemillas ingenuos. Jugaba con palabras y creía que la poesía era un lenguaje superior. Hoy en día sé que sí lo es, pero no por estar lleno de palabras rimbombantes, imágenes de paisajes solitarios, copado de referencias a un pasado perdido, melancólico, nostálgico. En ese entonces me dejaba seducir por los temas mitológicos, por personajes arquetípicos perfectos y sensibles. Las palabras que no usaba en la cotidianidad y que tenían una sonoridad especial eran mis favoritas. Estaba contaminado por la visión popular y empalagosa que aún se mantiene de la poesía.

Es común creer que la poesía es ese texto lírico cargado de un romanticismo cursi o una forma expresión sensiblera de alguien que sufre, de alguien quejumbroso. Se asume que la poesía se limita a un me gusta cuando callas porque está como ausente o un texto repetitivo y ampliamente incomprendido como el Nocturno III de Silva. Nadie le enseña a uno, por lo menos en el colegio, a ver la poesía como una respuesta a los movimientos históricos con un impacto cultural importante, sino que día tras día se transmite el estereotipo de que el poeta es un ser aislado, que va a escribir al lado de un lago y escucha el canto de los ruiseñores esperando que vengan las musas a inspirarlo.

Cuando yo estaba en la búsqueda de mi identidad, la cual hoy en día ya renuncié a encontrar, me refugié en la escritura como manera de expresar mi unicidad. Tenía la intención de mostrar un rasgo distintivo, y como veía que a casi nadie le interesaba la literatura, me creí el cuento de que era capaz de escribir poesía. Eso era en la época de los cuadernos y los lápices. Cuando el internet permitió la creación de blogs muchas personas los usaron precisamente para compartir sus creaciones, las cuales se dedican, como en algún momento lo hice yo, a reproducir el estereotipo de poesía con lenguaje elevado y revestida de una seriedad postiza. Poemillas que no son más que un laberinto de imágenes reforzadas, adjetivos en exceso y poco dinamismo. Oh! La noche oscura como mis recuerdos. Oh! La muerte me espera mientras en mi corazón se derraman gotas de amor… oh! Las tinieblas del alma no me dan un instante de calma. 

El poeta sí es un ser reflexivo, observador y sensible, pero sobre todo se dedica a la artesanía de la palabra. Busca significados concretos, imágenes exactas, expresiones relevantes. Un buen texto poético es fruto de la reescritura constante de pensar y repensar. Tiene un propósito comunicativo claro. El escritor tiene un compromiso con el lector y con la historia misma de la literatura. El arte de calidad sabe conversar con su época, no se limita a repetir formas de expresión gastadas, siempre intenta dar un paso hacia adelante. El artista se hace notar porque sabe decir.

Después de terminar el pregrado tuve la oportunidad de dedicarme a estudiar la escritura desde la creación. En ese recorrido, gracias a poder compartir mis textos y ponerlos en boca de compañeros, valoré la necesidad de ser criticado. Hubo críticas constructivas, pero sobre todo las hubo con mala leche, con leche podrida. Afortunadamente hace muchos años se inventaron el yogur que resulta teniendo mucho más sabor. Es necesario dejar que los textos se defiendan solos y pensar que lo dicho sobre ellos no es personal. Me gusta el concepto de “parir textos”, pero no de la manera humana, pues cuando el hombre nace es feo y si se queda solo se muere. Hay que parir textos como elefantes, como terneros, como tortugas. Textos que se levanten del suelo por sí mismos, sin la asistencia del autor. Textos que se muevan arrastrándose por la arena y que sean capaces de llegar al mar antes de que un depredador alado se los trague.

Hoy me reconozco incapaz de escribir poesía. Me siento más cómodo con la escritura de cuentos.  Estoy en la búsqueda de un arte poética que me satisfaga. Intento cultivarme para poder escribir comprometidamente, y mientras tanto me llama mucho la atención saber qué estamos escribiendo los jóvenes de hoy. Me llena de curiosidad saber los móviles de la escritura, si los textos tienen intenciones katárquicas, expresivas, esnobs, o lo que sea, pero sobre todo me interesa saber qué tan en serio nos estamos esto de escribir.

Si usted acaba de leer esto y tiene algo que decir, le agradecería que comentara. Si las palabras pueden hacer daño, el silencio... qué hará el silencio.